Alguna vez, deambulando por esas imponentes catedrales, he mirado al cielo y me he preguntado qué fuerza misteriosa sujeta los enormes sillares que forman cúpulas y bóvedas. Te sorprende cómo las gráciles columnas que separan las cristaleras puedan soportar el pesado y lejano techo y temes que, en cualquier momento, la magia se derrumbe sobre tu cabeza.

He oído que, en la antigüedad, se acostumbraba a sepultar vivo en sus cimientos a un joven sano y fuerte. Su espíritu quedaba cautivo para siempre y el sacrificio de tan valiosa vida servía de sustento a una carga tan pesada.

En su tiempo, Jiel de Bétel reedificó los cimientos de Jericó al precio de su primogénito Abiram, y levantó las puertas al precio de Segub, su hijo menor. Según la palabra que Yavé había dicho por medio de Josué (I Reyes 16:34).

La próxima vez que recorras la soledad de estas naves, busca un altar en la oscuridad y ofrece la luz de una vela y una oración por ese alma que grita suplicando su libertad.